Una noche fría de octubre. Los setenta estaban marchando y ella caminaba hacia su cita. Su primera cita.
Recién cumplidos los trece no había abandonado su infancia, aun cuando la adolescencia peleaba contra ella en desigual batalla.
Las trenzas quedaron abandonadas hacía ya unos años. Un hombre venía por las calles comprando pelo natural para imágenes de Santas. "Alguna Virgen del Carmen llevará tu pelo", le había dicho su madre. Ella no se resistió. Odiaba aquellas trenzas por lo ridículas que les parecían a sus amigas, todas con cola de caballo que balancear cuando caminaban.
Su pelo quedó en aquel maletín negro, aún trenzado, de color castaño claro casi rubio, o rubio oscuro; ella no entendía de tonos. La melena, que suelta le llegaba a la mitad de su espalda, había quedado reducida a un corte de chico, por lo que tuvo miedo y vergüenza de enfrentarse a sus amigas, a sus compañeros de escuela, a su padre, que adoraba el cabello largo de la niña.
A mediodía, temiendo la reacción de éste, al oírlo entrar en casa, había corrido a la cocina y se había escondido tras la puerta. Allí pudo escuchar el enfado de su padre cuando la mujer le contó lo sucedido, enseñándole una imagen con faroles de la Virgen del Carmen que le habían dado a cambio de las trenzas de la niña. Pero él no se enfadó con su hija. La buscó en la cocina y la cogió en brazos. Le dijo que estaba guapa y desaparecieron los miedos. A la madre tardó bastante más en perdonarla, tanto, como lo que tardó la niña en recuperar el tamaño de pelo que él consideraba normal para una chica sin que pareciese "un macho".
Ahora iba rambla abajo, sonriendo al escuchar a sus amigas, nerviosas por ella, orgullosas de que su amiga fuese a ver a su primer novio.
Ella apenas las escuchaba, nerviosa y a la vez ansiosa por reencontrarse con el muchacho al que conoció en una boda y quien le estuvo mandado cartas a través de su prima.
Era emocionante. Tenía la sensación de romper las normas, de jugar con lo prohibido, lo que la llevaba a un estado casi irreal de cuento de hadas.
El, que iba con los pijos del pueblo, hijo de maestros de escuela, se había fijado en ella, la niña de la casa chica, hija de un hombre de profesión jornalero según su carnet de identidad y de una mujer dedicada a "sus labores".
Dos mundos que a ella se le antojaban entonces muy lejanos iban a encontrarse de nuevo en esa plaza.
Allí, en el centro neurálgico del pueblo, las luces de las farolas ya se habían encendido. Los setos daban cierto cobijo a los encuentros, aunque a ella le parecieron muy altos al no divisarlo al primer vistazo. Miró alrededor y allí estaba, sentado en el frío banco de piedra, con las manos en los bolsillos de su cazadora para no tener frío. Más tarde le confesaría que le temblaban, no por el resencio de la noche, sino por el miedo a no saber qué decirle si ella decidía acudir a la cita.
Sus amigas, entre risitas y codazos, marcharon para dejarla a solas con él. Quedaron en dar una vuelta y luego volverían a la plaza a por ella. Debían regresar pronto a casa o sus padres las castigarían.
Pasearon un rato alrededor de la fuente, sin saber qué contarse, mirándose de soslayo uno al otro.
A partir de ese día tuvo realmente conciencia de que algo más que sus trenzas habían desaparecido de su vida. Después de aquel encuentro con su primer amor, la niña de la casa chica abandonó para siempre a su infancia, igual que los años abandonaban aquella década.
Y saliendo de sus barrigas, las mariposas levantaron el vuelo para perderse con la luz de las farolas.
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