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Mostrando entradas de 2019

MI CHIQUININO

Hacía calor a pesar de estar a finales de octubre. Un mensaje nos alertó a todos. Tenías prisa por nacer y lo ibas a hacer veinte días antes. Allí estábamos tus abuelos, tu padre, tus tíos, por supuesto tu madre, y yo, tu abuela paterna. La emoción y el miedo asomaron a la cara de tus padres cuando les dijeron que ibas a nacer por cesárea. Era tanta la gana que tenías por ver el mundo exterior que empujabas y empujabas sin que tu madre estuviese preparada para alumbrarte. Así que así naciste, mi niño, entre las lágrimas de tus padres y el miedo disimulado de tus abuelos. No podías ser más guapo. Allí acurrucado, en aquella cunita de hospital, llamaban poderosamente la atención tus pestañas y tus ojos grandes, curiosos, que se fueron posando en nosotros mientras rodeábamos la cuna para conocerte. Tu madre estaba preciosa, mi niño, a pesar de sus ojos llorosos y sus ganas de abrazos para mitigar un poco el miedo sentido. No dejaba de preguntarnos tras el cristal si te ha

LA RECETA DE ABUELA JUANA

Unas guindas secas remojándose en agua para hidratarlas, un par de hojas de laurel, unos dientes de ajo, sal y vino blanco. Todos los ingredientes preparados mientras ella partía a trozos aquellos pollos de campo para después cocinarlos. Era la mañana de Nochebuena y había trajín en la cocina de la casa chica. Sus pequeñas manos manejaban aquellos pollos con una precisión de cirujana. Ahora, cortaba los muslos y los troceaba, separando los contramuslos de los muslitos. Éstos, a su vez, eran partidos en dos pedazos, para que se cocinaran mejor y hubiese más "presas" en la fuente. Las pechugas eran dividas en trozos prácticamente iguales, sin quitarles el hueso ni la ternilla, porque todo daría mejor sabor al plato. Los cuellos o pescuezos no se tiraban, qué va, porque eran un manjar para su marido. El enorme perol ya estaba colocado en la lumbre de la cocina de carbón, con su aceite de oliva brillando en el fondo. Ahora pondría los dos pollos desmenuzados, las guindas rem

HASTA QUE SEAMOS VIEJOS

Y tú me mecías en mi sueño, en aquel horrible sueño que me hacía llorar algunas noches. Y tu cuerpo era mi refugio, tus brazos la soga que me amarraba para no caer al precipicio. Me acunabas como a un bebé perdido que ha encontrado por fin a su padre. Tus besos en mi frente y tu susurro tranquilizaba mi alma, aquella que tanto dolía en la pesadilla.  Y amanecía abrazada a ti, acurrucada como animal herido, calentita, calmada, protegida. El sol asomaba por la ventana. Hoy teníamos el día para nosotros. Sin agobios, sin prisas, sin trabajo. Te levantaste despacio y dejaste suavemente mi cabeza sobre la almohada para que no despertase aún. Decías que tenía una sonrisa dibujada en mi rostro y no querías que se borrase. Fuiste a la cocina y preparaste un delicioso desayuno. Mientras, yo viajaba esta vez contigo, en un nuevo sueño, y paseábamos descalzos por la arena de una playa. Sentía la brisa del mar en mi rostro y el calor de tu mano agarrando la mía. Entonces oí cómo