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Mostrando entradas de 2017

CAPERUCITA CONTRA LOS LOBOS

Tenía sólo doce años cuando sintió miedo de verdad. Solamente doce años y llegó a sentirse culpable de lo sucedido. Una tontería, dirían algunos. Al final "no pasó nada" dirían otros. Para ella, la niña, no fue una tontería, y sí que pasó, claro que pasó "algo". La vergüenza siguió al miedo. Esa vergüenza que la obligó a callar a sus padres lo ocurrido por temor a que le riñesen. ¿Porqué? Pues no sabía la razón, pero temía que enfadase tanto lo ocurrido como para que la castigaran. Ocurrió una noche, llegando a su casa, acompañada por tres amigas. Entonces, en esa época, las niñas iban tranquilas por el pueblo. No había miedo, todo era como muy familiar, todos nos conocíamos. No era tampoco tarde, sólo que había oscurecido al ser invierno. Llegando entre risas a aquella Plazuela, a pocos metros ya de su casa, una pandilla de energúmenos las vieron llegar y empezaron a decirles palabras soeces. A ella, la niña de la casa chica, la acorralaron haciendo un cír

UN OCÉANO. UNA VIDA.

Navegaba en su barquito de papel por aquel océano  que siempre fue su vida. El horizonte se le hacía lejano, intangible, misterioso. Bajo la quilla de su barco blanco presentía monstruos fabulosos con grandes fauces dispuestos a darse un festín con su insignificante y minúsculo cuerpo. Sentía también, a ratos, el roce de delfines que bailaban las olas a su alrededor, haciendo que en ocasiones su travesía resultase  más llevadera. Pero el miedo podía más que su osadía. Siempre fue fachada. Sacaba pecho a la vida aunque por dentro temblase hasta el último átomo de su persona. No sabía muy bien cómo había acabado viajando sola y en ese maltrecho barco que se iba humedeciendo bajo su cuerpo a cada ola surcada. Antes formó parte de una gran Armada, no invencible, pero sí muy sólida. Pasando las millas tuvo que dejar la protección de aquellos barcos. La abandonaron a su suerte en aquel barquito que ella misma se construyó con un poco de papel. Sólo tenía una vela, la mayor

ÚLTIMO VUELO

Como vida de mariposa, ella esperaba que el sol se ocultara tras el ocaso. No había estado tan mal aquel vuelo por su existencia. Más de una vez el viento la había llevado a parajes donde jamás hubiese ido estando la brisa en calma. Otras muchas se había dejado mecer, llevar, descubriendo en esos placenteros días todo lo bello que la rodeaba. Hoy sentía sus alas heridas de muerte. Sus horas de vuelo habían llegado a su fin. Pero no estaba triste. En el transcurso de sus años había compartido el aire con algunas moscas, unos moscones, trabajadoras y organizadas abejas y varias avispas traicioneras. Aun así, siempre tuvo su sitio bajo el sol. Siempre hubo flores para ella. Siempre supo sortear los obstáculos que algunos le ponían en su espacio aéreo. Ahora no podía volar. En cambio, desde aquel asiento junto a la ventana, pudo contemplar aquellas flores que tanto cuidó y que ahora le agradecían sus mimos obsequiándola con  unos increíbles colores. La vida se ve de otra m

AQUELLAS TARDES, ESTOS DÍAS.

Pasaba junto a aquella casa con la emoción contenida. Hacía ya muchos años que no era suya. Aún podía cerrar los ojos y recordarla tal y como fue entonces, antes de tirarla y rehacerla por completo desde sus cimientos. Su casa. La casa de su familia. La casa chica de la calleja. Los recuerdos se amontonaban en su mente mientras pasaba por esa acera, la misma que tantos juegos soportó, que tantos niños alojó, sentados, tumbados, haciendo el pino apoyados en las fachadas. El olor a comida que salía de alguna casa la transportó a los olores de su infancia, a los que salían de la cocina de carbón de su madre. Era época de patatas y su padre iba a coger unas pocas tras la cosecha, de rebusco, para sus hijos. Aquel saco que portaba en su bicicleta pronto se vaciaría, convertido por obra de la madre en unas deliciosas patatas a gallo o encascabeladas. Los peroles, colocados en esas hornillas, rojas por el fuego avivado con fuerza de muñeca y un soplillo, bullían contentos c