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EN LA PUERTA DE AL LADO.



Disfrutó y paladeó su soledad a pequeños sorbos, escuchando el dulce tintinear de los hielos que llenaban el vaso que los contenía.
Un refresco de cola, los fríos cubitos y la rodaja de limón, unidos a aquel silencio que podía palparse, la hizo  bajar los brazos, extender las piernas y echar hacia atrás la cabeza para dejarla descansar en aquel mullido cojín que la esperaba.
¿Podría ser feliz?.... ¡Sin duda!.
Afuera, el calor fluía desde el suelo hasta su balcón como sibilina serpiente trepando al árbol. La calima se adueñaba de sus plantas, protegidas del sol directo bajo aquel toldo de rayas.
Ella se protegía dentro, bajo su techo en blanco, sumergida como nunca en su voz callada, en los ahogados sonidos, en la holganza de la siesta. Y ahí estaba, acurrucada entre cojines, acunada por pensamientos sin palabras.
El calor la adormecía, la relajaba, le daba la desgana que tanto necesitaba para desconectar. Hacía tanto tiempo que necesitaba abandonarse al tedio de las horas desocupadas......
En el bloque donde vivía no se escuchaba a nadie, todos dormitaban tras las cerradas puertas. Incluso el ruidoso bebé del segundo parecía haber dado un descanso a sus padres y había parado de llorar. El perro de la viuda de al lado estaría echado al lado de su dueña. Ojalá esté descansando, se dijo. La noche pasada la había oído llorar desde su habitación.
Los hielos chocaban entre sí. Las burbujas del refresco ascendían y explotaban al llegar a la superficie. Una chicharra cantaba en algún lugar de los jardines, frente a su edificio, mientras ella, en su cómodo retiro, con el aire acondicionado a la temperatura adecuada, disfrutaba de aquel silencio roto solo por su canto.
Las horas pasaban, el hielo se derretía a pesar del ambiente fresco que reinaba en la estancia.
La chicharra enmudeció, el hielo se hizo agua y sus ojos se cerraron al fin.
La modorra dio paso a los sueños y en el salón sólo se escuchó el tic-tac de aquel reloj que presidía la pared del fondo.
Eso era para ella encontrar la felicidad.
Un golpe seco la hizo despertar de su siesta. Sobre su mesita no estaba el vaso vacío. En su lugar había una taza con restos de haber contenido chocolate. Miró por la ventana y no vio el toldo de rayas, ni sus floridas plantas, ni los árboles del jardín de enfrente llenos de follaje. En su lugar vio un paisaje marrón, desnudo, de ramas sin hojas mecidas por el viento. Sus plantas estaban heladas, resistiendo a duras penas el frío. Era invierno. Había tenido un sueño perfecto.
Recordó que había sido un golpe lo que la había despertado.
Salió al rellano. Nada. Era fin de semana y prácticamente todos habrían salido de la ciudad.
Recordó entonces que esa misma mañana había oído a su vecina. Ella no había salido.
Se enfundó una gruesa chaqueta y cogió la llave de casa, no quería quedarse fuera. Tocó el timbre de la viuda y esperó a oir el familiar ladrido de su mascota. Pasaron un par de minutos y empezó a asustarse. El animal ladraba, lo que quería decir que estaban en casa los dos.
Iba a volver a su casa para llamar a emergencias cuando oyó el cerrojo de la puerta.
Una cara sonriente asomó tras ella. 
¡Hola! ¿Querías algo?- le preguntó-. Acabo de despertar, me he quedado traspuesta en el sofá, disculpa si te he hecho esperar.
No, no te preocupes.....- le respondió- Es solo que oí un golpe y me preocupé. Habrá sido fuera.
¿Quieres un chocolate calentito?-la invitó- Tengo de sobra, y Tristán no puede tomarlo.....
Ella sonrió ante la ocurrencia de su simpática vecina. El aludido las miraba desde abajo, sentado sobre sus patas traseras, con la cabeza ladeada.
¿Porqué no?- le contestó- La tarde invita a algo calentito.....
Cerró su puerta y entró con la vecina en su casa, escoltadas por el fiel perro, que las dejó de inmediato para echarse en su mullida y confortable cama al lado de la ventana.
Pasaron una agradable tarde de sábado. Terminaron viendo viejas fotografías y hablando de sus vidas.
Ya de noche, en su cama, cayó en la cuenta de que conocía a esa mujer desde hacía ya diez años y de que había sido la primera vez que cruzaban más de dos palabras seguidas.
No la escuchó llorar de madrugada. 
Desde ese día tomaron la costumbre de tomarse juntas, una vez por semana, una humeante taza de chocolate. Reían juntas, lloraban a veces, se daban compañía. Llegaron a convertirse en amigas.
Al llegar el verano cambiaron el chocolate por unas limonadas. Los hielos tintineaban, el perro dormitaba, el toldo protegía su balcón, pero no escuchaba la chicharra del sueño...... Estaba demasiado ocupada en la interesante conversación que mantenía con su amiga.
No echó de menos el silencio.

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