"La niña de la casa chica", así la habían llamado siempre las vecinas de su calle. Así le gustaba a ella recordarse ahora, con el transcurrir de los años.
La casa chica, aquella pequeña vivienda de poco más de 48 metros cuadrados donde pasó su infancia, su adolescencia, su juventud. Aquella fue la primera que vio cuando abrió sus ojos a la vida aquel veintiuno de octubre. Esa fue la casa testigo de tantos juegos con sus cinco hermanos. Aquella, la morada donde vivió tantos ratos buenos y muchos malos. La casa encalada con puerta marrón, la más pequeña de la calle, la más aprovechada, la más concurrida siempre, la que era centro de reunión de todos los niños de su calle.
En su adolescencia se avergonzó de ella cuando empezó a salir con aquel muchacho . Él tenía una casa grande con cochera, habitaciones en el piso de arriba, mucho espacio y muebles bonitos. Ella, la niña de la casa chica, no tuvo nunca una habitación para ella sola. Su dormitorio improvisado era el salón, en aquel sofá cama pegado a la camilla. Todas las noches debía sacar las sábanas y la almohada para prepararse a dormir. Todas las mañanas debía recogerlo todo para que se pudiese utilizar como asiento para cuatro.
Ahora todo aquello le parecía tan lejano......
Y sin embargo, no todo había cambiado tanto.
La niña, ya mujer, nunca dejó atrás sus inseguridades, su falta de autoestima, su complejo de inferioridad.
Su ego seguía siendo pequeño, muy pequeño, más diminuto incluso que la casa que la vio nacer.
Su pueblo estaba habitado por mediocres que la habían mirado por encima del hombro intentando empequeñecerla. Muchos de ellos fueron horadando su persona, agujereando su corazón para sentirse así más grandes. Ella seguía sin entender el porqué. Nunca hizo daño a nadie a sabiendas.
Ahora, con cincuenta y dos años, miraba de frente a todos. La vida la había enseñado a no agachar la cabeza ante nadie. No era más, pero menos tampoco. La falta de autoestima la espoleaba para mantener la mirada ante los que antaño la menospreciaron. Había aprendido que todos eran de carne y hueso, igual que ella. Todos acabarían algún día en el mismo sitio. Todos.
Muchas veces se había cruzado con aquellos que no la aceptaban porque no encajaba en sus círculos. Algunos, hasta la saludaban
, al cabo de los años, porque ahora ella se confundía con el resto y había ampliado su círculo de amigos.
Hoy cree que es el momento de pensar de otra manera, de no sentirse pequeña, de recordar con cariño su infancia y abandonar en un rincón los malos momentos, los desplantes, los desaires, las miradas desde arriba. Es el momento de crecer, de dejar de ser pequeña, de no sentirse chica como aquella casa, de mirar a la altura de los ojos, nunca desde abajo.
Y todos los días sale a la calle con la espalda recta, la mirada al frente y la sonrisa en los labios.
La vida no la trata tan mal después de todo.
Apartando a los mediocres que se pensaban superiores a ella, su día a día está lleno de personas válidas, inteligentes, buenas. Personas que la quieren y la aceptan con sus defectos y sus virtudes. Amigos que no miden si su casa tiene los metros cuadrados exigidos para entrar en uno u otro club.
Esa gente es la que llena su vida por completo, la que la amplía, mejora y enriquece, la que la hace sentirse grande y un poquito importante al saberse querida.
Aquella niña, aquella casa, han crecido. Ya todo forma parte de su vida.
Ahora toca seguir viviendo, que no es poco.
Feliz cumpleaños, mama, allá donde estés.
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