Navegaba en su barquito de papel por aquel océano que siempre fue su vida. El horizonte se le hacía lejano, intangible, misterioso.
Bajo la quilla de su barco blanco presentía monstruos fabulosos con grandes fauces dispuestos a darse un festín con su insignificante y minúsculo cuerpo.
Sentía también, a ratos, el roce de delfines que bailaban las olas a su alrededor, haciendo que en ocasiones su travesía resultase más llevadera.
Pero el miedo podía más que su osadía.
Siempre fue fachada. Sacaba pecho a la vida aunque por dentro temblase hasta el último átomo de su persona.
No sabía muy bien cómo había acabado viajando sola y en ese maltrecho barco que se iba humedeciendo bajo su cuerpo a cada ola surcada. Antes formó parte de una gran Armada, no invencible, pero sí muy sólida.
Pasando las millas tuvo que dejar la protección de aquellos barcos. La abandonaron a su suerte en aquel barquito que ella misma se construyó con un poco de papel. Sólo tenía una vela, la mayor, la única, la que hacía que su barco llevase el rumbo que el viento marcaba, pues no tuvo suficiente material para hacerle un timón.
En el camino encontró barcas de pescadores que la remolcaron hacia su destino, grandes buques de guerra de los que tuvo que huir si no quería que la hundiesen con su estela. También hubo algún yate de lujo donde sus tripulantes rieron la ocurrencia de surcar un océano en tan mísera nave. Éstos no lanzaron ni un minúsculo salvavidas al agua y siguieron tostándose al sol entre carcajadas.
No podía olvidar a quienes ayudó a llegar a alguna orilla cuando les encontró a la deriva sobre algún pequeño trozo de madera. Les subió a su barquito blanco y el viento hizo el resto. Muchos no recordarían ni su nombre ya. Ella no olvidaba nada.
La noche era lo peor del viaje. Negra, fría, tenebrosa. A veces una gran luna le señalaba el camino a seguir en el agua, pero otras muchas lo hizo a ciegas.
Su barquito de papel estaba herido de muerte después de todos los salvados. El peso de tantas personas había hundido poco a poco su base y había que achicar agua para no acabar en las tripas de aquellos monstruos marinos que seguían vivos en su imaginación.
Ella miraba cada día, al amanecer, el horizonte. Sólo pensaba en llegar a alguna costa donde sentirse a salvo. Quería parar y reparar su barquito. Seguir navegando, seguir viviendo, seguir respirando, seguir temiendo, seguir esperando. Seguir, seguir, seguir.......
Y olvidó, mientras navegaba, que a veces hay que bajar la cabeza de las nubes y dejar de esperar milagros.
Y no pensó, encogida en aquel barco minúsculo y endeble, que cualquiera de las islas donde atracó para salvar a otros, podría haber sido un sitio perfecto para echar el ancla.
Y siguió surcando aquel inmenso océano sin llegar nunca a disfrutar del olor a sal, del baile de los delfines o del vuelo de las gaviotas.
Y dirigió su nave hacia el horizonte, esperando encontrar por fin su muelle para atracar.
Y pisar tierra.
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