Unas guindas secas remojándose en agua para hidratarlas, un par de hojas de laurel, unos dientes de ajo, sal y vino blanco. Todos los ingredientes preparados mientras ella partía a trozos aquellos pollos de campo para después cocinarlos. Era la mañana de Nochebuena y había trajín en la cocina de la casa chica.
Sus pequeñas manos manejaban aquellos pollos con una precisión de cirujana. Ahora, cortaba los muslos y los troceaba, separando los contramuslos de los muslitos. Éstos, a su vez, eran partidos en dos pedazos, para que se cocinaran mejor y hubiese más "presas" en la fuente. Las pechugas eran dividas en trozos prácticamente iguales, sin quitarles el hueso ni la ternilla, porque todo daría mejor sabor al plato. Los cuellos o pescuezos no se tiraban, qué va, porque eran un manjar para su marido.
El enorme perol ya estaba colocado en la lumbre de la cocina de carbón, con su aceite de oliva brillando en el fondo. Ahora pondría los dos pollos desmenuzados, las guindas remojadas y las hojas de laurel. Cuando estuviese un poco dorado, machacaría en su mortero de madera unos dientes de ajos junto con la sal, medida con su mano, a ojo, como sólo sabe calcular una persona que no necesita de centímetros cúbicos o mililitros para bordar un plato. Vertería una cantidad generosa de vino en aquel mortero, una vez vaciado su contenido sobre el pollo, para enjuagar los restos de ajo y la sal que se hubiesen quedado adheridos a las paredes una vez machacados, y lo añadiría a la cocción, para que así, a fuego lento, el guiso fuera emborrachándose e impregnándose de aquel aroma, de aquella acidez del fruto de la uva, y que su alcohol se consumiese con el calor del fuego.
La casa olía a festivo.
La niña de la casa chica aún prepara el pollo como en su día lo hizo su madre. Ella también calcula de instinto, porque es algo que heredó de aquella formidable mujer que la parió. Su hija también se relame cuando huele el aroma inconfundible del pollo de su abuela, que es como han bautizado al plato. Y ella, la niña de la casa chica, se ve reflejada en su hija cuando aquella esboza una sonrisa al saber que esa es la comida que huele tan bien desde la cocina.
Todo se repite, aunque haya pasado una eternidad desde aquellas Nochebuenas. Lo único que es distinto es el relevo en la cocina, la vitrocerámica y el color de pelo de la niña, que ahora es pelirrojo. También falta mucha gente a la mesa esa noche, demasiada gente para no añorar los años pasados.
Aquellos primos que disfrutaban de la cena con ella ya son mayores, abuelos alguno de ellos, y pasan esa noche con sus familias. Los padres, tíos de la niña, son mayores, y algunos de ellos están junto a sus progenitores en un lugar donde ya no se les puede abrazar. Pero ella sabe que cuando prepara los platos que su madre le enseñó a cocinar, ésta la observa desde arriba, desde su rincón, y le sopla al oído que vaya mojando la guinda, que compre ajos castaños porque son más grandes y dan mejor sabor, que el vino no lo eche hasta que no esté dorada la carne, porque de otra forma se cocería en vez de freírse...… Y la niña de la casa chica le hace caso, porque la escucha, porque la sigue sintiendo cerca a pesar de los años transcurridos desde su partida.
Seguirá cocinando. Pronto degustarán "el pollo de abuela Juana". Y sonreirán recordándola, logrando que ese día, aunque sea por mayo, tenga sabor a Nochebuena.
Con que platos tan sencillos , pero exquisitos pasábamos esas nochebuena.
ResponderEliminarNoches que guardamos en nuestro corazón por la forma tan feliz que teníamos de celebrarlas .
Así debe ser. Guardado en el corazón, lo recordaremos siempre.
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