Tenía sólo doce años cuando sintió miedo de verdad. Solamente doce años y llegó a sentirse culpable de lo sucedido. Una tontería, dirían algunos. Al final "no pasó nada" dirían otros. Para ella, la niña, no fue una tontería, y sí que pasó, claro que pasó "algo".
La vergüenza siguió al miedo. Esa vergüenza que la obligó a callar a sus padres lo ocurrido por temor a que le riñesen. ¿Porqué? Pues no sabía la razón, pero temía que enfadase tanto lo ocurrido como para que la castigaran.
Ocurrió una noche, llegando a su casa, acompañada por tres amigas. Entonces, en esa época, las niñas iban tranquilas por el pueblo. No había miedo, todo era como muy familiar, todos nos conocíamos. No era tampoco tarde, sólo que había oscurecido al ser invierno.
Llegando entre risas a aquella Plazuela, a pocos metros ya de su casa, una pandilla de energúmenos las vieron llegar y empezaron a decirles palabras soeces. A ella, la niña de la casa chica, la acorralaron haciendo un círculo de "medias neuronas" a su alrededor. Las amigas habían echado a correr. Tenían miedo. Eran niñas. Nunca les recriminó su acción aunque se sintiese en ese momento tremendamente sola.
La convirtieron en muñeca de trapo, empujándola de uno a otro. Las manos la sobaban sobre su abrigo. Las risas la hacían llorar de rabia y de impotencia. Se defendió. Al sentir como cinco dedos se posaban desde atrás en su pecho, la niña de la casa chica, la tímida, la buena cría, se giró en redondo y abofeteó lo más fuerte que pudo al agresor, que le sacaba muchos centímetros de altura.
Nunca se había sentido tan indefensa, tan humillada, tan inútil, tan débil.
La aparición a tiempo de un vecino de la calle (y compañero de clase de la niña) ahuyentó a la jauría, asustada porque fueron reconocidos y llamados por sus nombres.
Al llegar a casa fue directa al baño a lavarse la cara. No quería que viesen que había llorado.
La noticia, difundida por el mismo que la sacó de aquel círculo de potenciales violadores, corrió como la pólvora por el pueblo.
En la escuela todos la acosaron a preguntas, demandando detalles, queriendo saber cómo fue, exigiendo que la niña les confirmara si hubo violación, si era verdad que la tiraron al suelo y allí mismo abusaron de ella. El rumor había crecido de tal manera que daban por hecho que éso fue lo que pasó. La niña lloró de nuevo, abrumada y avergonzada otra vez. No podía escuchar una pregunta más por parte de sus compañeros de aula. Parecía como si necesitasen ver la imagen de la pequeña en sus sucias mentes de preadolescentes.
La llegada del profesor hizo que volvieran todos a sus pupitres y la dejasen respirar.
La miraban de otra manera los niños. Era como si llevase un cartel escrito en la frente: "Me han tocado, me han agredido, han violado mi inocencia, me han ninguneado, me han dañado".
Aquello se calmó con el tiempo, no hay nada que dure tan poco como algo que no nos ha ocurrido a nosotros. En cambio para ella quedó grabado por siempre en su memoria.
Jauría. Ahora sí que entendía la palabra.
Pasaron los años y aquella niña fue a toparse con uno de ésos que perfectamente podrían haber formado parte de aquel grupo de su niñez.
No pertenecía a un grupo violento, no, él era lobo solitario.
Se ganó su confianza con palabras dulces y promesas de amor eterno. Hasta que fue demasiado tarde para dar marcha atrás.
La primera vez que mostró sus fauces ella estaba recién parida, dolorida aún del parto de sus hijos. Ese día fue un golpe en la nuca el que la hizo trastabillar y por poco la cae de bruces.
Cuando más necesitó su cariño, cuando más vulnerable estaba siendo madre primeriza de dos niños, recibió el primer tortazo. Ese día, él empezó a romper su corazón. Ese día, trece años después de aquel recuerdo aciago de su niñez, se dio cuenta de que las alimañas no siempre atacan en manada.
Y no podía retroceder, tan sólo seguir adelante e intentar no enfadarle.
La culpa. ¿Porqué será que cuando eres víctima te sientes al mismo tiempo culpable?
Buscó en su memoria algún dato que le revelase el porqué de aquel golpe. No lograba encontrar nada, no entendía nada. Pero por algo habría sido, pensó. Nadie golpea a su pareja sin motivo.....
Y como hacía muchos años volvió a callar por miedo a los reproches. Algo habría hecho ella para enfadarlo. Calla y aguanta, ya se le pasará. Tienes dos hijos que cuidar, era únicamente lo que pensaba.
Después de aquello no le volvió a poner la mano encima hasta muchos años después. Utilizó mientras tanto otro tipo de arma: el insulto, el menosprecio, la ofensa, los reproches por aquel carácter abierto que ella tenía y que a él tanto molestaba, celoso de su simpatía.
El lobo solitario la tenía acorralada en aquella, aparentemente, pareja perfecta.
Pero ella también echó garras aunque se mordiese las uñas. Su único fin en la vida era cuidar de sus hijos, aquellas dos personas que le robaron el corazón nada más nacer. No quería que sufriesen y luchaba porque las uñas no asomaran. Callaba. Aguantaba. Y fingía.
Él veía que no podía con ella, que pese a los desprecios y los malos gestos ella siempre tenía una sonrisa para los niños y para los demás. Entonces atacó a los lobeznos como sólo un mal bicho puede hacer. Hasta ahí llegó. La loba que la niña había ido gestando en su interior durante tantos años abofeteó como a aquél otro que le puso la mano encima cuando tan sólo era una cría. Se enfrentó a su carcelero y lo retó, si tenía lo que tenía que tener, a que se la devolviese. Y no lo hizo. Cobarde de mierda. Sí, cobarde, como todos los que se creen que por la fuerza pueden doblegar las voluntades. Cobarde como todos los que se saben inferiores y atacan cuando ven algún atisbo de debilidad.
La niña fue valiente. Caperucita se cargó al lobo sin necesidad de la ayuda del cazador. Sus uñas salieron desde su corazón roto, ese corazón que le entregó a aquel individuo para que lo acabase rompiendo en pedazos. Y lo recompuso, trocito a trocito, gracias a aquel amor incondicional que le dieron esas dos personitas de siete años y que la llamaban mamá.
Han pasado diecinueve años desde que dijo basta. La niña es ya mayor y no teme a ninguna manada. Sus cachorros se han hecho mayores y se han convertido en grandes hombres, respetuosos y buenas personas. Del lobo no han vuelto a saber nada, ni quieren.
Ella es feliz. Por fin puede hablar de lo ocurrido como si fuese una historia escuchada, aunque hubiera sido tremendamente real lo vivido.
Pasó página, sobrevivió aunque con algunas cicatrices en su alma.
Vive con una persona que le abrió su corazón de par en par para que ella pudiese ver que no había nada falso dentro. Y él la quiere, la respeta, la admira. No tiene garras ocultas. Nunca pertenecería a una "jauría". Es quien el destino tenía guardado para ella.
De este amor nació otra niña, una mujercita por la que ahora ella teme cada vez que sale a la calle. Siente temor porque siguen sueltas las jaurías, porque aún hay bestias solitarias, porque teme que la historia se repita. Y pide porque ésto cambie, porque no haya más agresiones, porque las mujeres puedan salir solas a la calle sin ser atacadas, porque nadie las trate como muñecas de trapo..... Y le habla a su hija de todo ésto para que esté prevenida, para que no se fíe, para que no haga como Caperucita y pueda ser engañada por una bestia solitaria.
La niña le sonríe y la abraza. Y ella reconoce que está criando una mujer fuerte.
Y entonces guarda sus garras. Y le acaricia la cabeza.
Os quiero.
Sois mi manada buena.
Comentarios
Publicar un comentario