Y tú me mecías en mi sueño, en aquel horrible sueño que me hacía llorar algunas noches. Y tu cuerpo era mi refugio, tus brazos la soga que me amarraba para no caer al precipicio.
Me acunabas como a un bebé perdido que ha encontrado por fin a su padre. Tus besos en mi frente y tu susurro tranquilizaba mi alma, aquella que tanto dolía en la pesadilla.
Y amanecía abrazada a ti, acurrucada como animal herido, calentita, calmada, protegida.
El sol asomaba por la ventana. Hoy teníamos el día para nosotros. Sin agobios, sin prisas, sin trabajo.
Te levantaste despacio y dejaste suavemente mi cabeza sobre la almohada para que no despertase aún. Decías que tenía una sonrisa dibujada en mi rostro y no querías que se borrase.
Fuiste a la cocina y preparaste un delicioso desayuno.
Mientras, yo viajaba esta vez contigo, en un nuevo sueño, y paseábamos descalzos por la arena de una playa. Sentía la brisa del mar en mi rostro y el calor de tu mano agarrando la mía.
Entonces oí cómo me llamabas despacito, con cuidado, no fuera a asustarme otra vez. Querías que supiese que estabas en el mundo real, a mi lado, con una bandeja llena de cosas ricas y un café calentito.
Sonreí al verte portándola. Eras lo mejor que podía ver al abrir los ojos. El contenido de la bandeja no me importaba. Tú eras mi café, mi desayuno, mi "chute" de energía para empezar la mañana.
Aun así, me incorporé y ahuequé la almohada para sentarme en la cama. Te invité a unirte. Desayunaríamos juntos. No sería lo mismo hacerlo sola.
Y allí, en aquella cama grande, comimos, tomamos café, nos reímos, jugamos, y acabamos con la bandeja en el suelo para dejar sitio a nuestros abrazos.
Hicimos el amor como siempre lo habíamos hecho, como si fuese la primera y la última vez, con la sensación de lo nuevo y la complicidad de lo aprendido.
El sol nos arropaba desde la ventana, por donde se metía el ruido de la calle.
La gente, el resto de la gente, apresurada por abandonar la ciudad ese fin de semana, tocaba el claxon de sus coches insistentemente, ansiosa por abandonar aquel sitio, intentando buscar algo mejor fuera.
Nosotros, mientras tanto, saboreábamos el momento despacio, sin prisas. No teníamos necesidad de salir para hallar lo que ya habíamos encontrado.
Nuestro mundo era, en ese momento, ese lecho blanco y caliente, bañado por los rayos del sol de aquel otoño. No queríamos ver nada más.
En aquella pesadilla que venía de vez en cuando a asustarme, tú nunca estabas. Pasabas a mi lado como un extraño, sin conocerme, y yo gritaba tu nombre. Tú me mirabas, pero seguías caminando intrigado, no sabías quién era yo.
El miedo a perderte era tal que mi subconsciente me jugaba aquella mala pasada.
Menos mal que siempre amanecía.
Y aquí estamos, abrazados, exhaustos, relajados y sonrientes como tontos, mirando el techo que ha cobijado tantas horas.
Y no quiero volver a dormir. Y no quiero que pase el día. Y no quiero quedarme nunca sola.
Y quiero seguir desayunando contigo para acabar tirando la bandeja..... hasta que nos hagamos viejos.
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