Diego, Dieguito, el de la casa chica, se enfundó la camiseta del Betis y, mirando por encima de sus gafas, comentó que sobraba tela para otra. La niña de la casa chica vio desde su ventana, tras las estrellas, cómo se alejaba de ellos, de sus hermanos, de su familia, para ir al encuentro de sus padres.
Allí, por el confinamiento, sólo pudo lanzarle un beso mojado por las lágrimas.
Petete, como le llamaba su amigo Mariñas, de cuerpo menudo y corazón enorme, les había dejado demasiado pronto. La gran familia que habían formado se había partido en una de sus esquinas, y ese gran corazón heredado de sus padres aparecía ahora mordido, roto de dolor por aquella temprana marcha.
La niña de la casa chica es ya adulta, cincuentenaria, pero el dolor hace que asome la cría que fue y que necesita un abrazo para calmarla en su duelo. La tristeza que siente es tan grande que el nudo formado en su garganta le impide romper en llanto. Su hermano, aquel que la montó un día en su bicicleta y la llevó a la joyería Pérez para, con su primer sueldo ganado como futbolista, comprarle su primer reloj, el hermano que tanto quiso a los hijos que ella tuvo y los miró como suyos propios, el que decía que nadie se podría enfrentar nunca a su hermana porque lo llenaría de puñetazos, el hombre de estatura pequeña y corazón enorme que se ganó el cariño de tantos, su hermano, una parte muy grande de su vida, se había marchado hacía solo unas horas y los había dejado un poco más huérfanos.
Anoche lo veló a su manera, junto al hermano mayor, hasta la madrugada, mirando fotos y recordando, riendo y llorando, nombrándolo, como se debe hacer para homenajear a quienes se marchan. Y salieron anécdotas, y la risa se sobreponía al llanto a partes iguales. Qué duro resultaba no poder compartir esas horas con el resto de los hermanos, con su hija, con la familia, para despedirle como todo ser humano merece.
Ella sabe que está allí, mirando con su cabeza un poco agachada, mirando por encima de las gafas, charlando con su padre para ponerse al día, abrazando a la madre que tanto quiso, y que les estaría enseñando la camiseta del Betis que le había regalado su sobrino Daniel y que cubrió su féretro. Seguro que ahora, con ella puesta, está peloteando con su padre y marcando goles como aquellos de los que tanto les hablaba.
La niña de la casa chica sonríe, aunque le duela todo el cuerpo después de tantos días, porque ella tiene la gran suerte de haberle conocido, de haberle querido, de haber formado parte de su vida. Y eso, aunque él ya no esté, quedará grabado para siempre en su alma y en sus recuerdos.
Ahora le dice adiós, o mejor hasta pronto, porque sabe que ya estará juntando anécdotas para contársela cuando vuelvan a verse , tras las estrellas, donde ya esperan tres de los que vivieron en la casa chica, tres de los que hicieron que fueran grandes quienes la habitaron.
¡Qué tristes se quedan los vivos!, pensó, mientras lanzaba otro abrazo al cielo, tras los cristales, con la esperanza de que éste sí, lo recibiera.
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