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LA CAJA DE CAOBA

 


La caja de caoba sobre aquel mueble blanco de pequeños cajones, presidía la entrada de su casa. La niña de la casa chica la atesoraba como algo sentimentalmente muy valioso para ella. Dentro, donde antes habría cartas, fotos y recuerdos guardados por sus padres, ahora contenía las imágenes y “tesoros” que ella había acumulado con los años.

Hoy era uno de esos días en que le apetecía sentarse y abrirla para hurgar en ella, por lo que la cogió y la abrió, en la tranquilidad de aquella tarde nublada y al abrigo de aquella falda de camilla. Sacó esa postal amarillenta con la foto coloreada de unos enamorados de aquella época, esos que apenas rozaban sus manos y donde sus miradas lo decían todo. En su reverso volvió a encontrarse con aquella caligrafía escrita a tinta china, de trazos elegantes y esbeltos propia de su padre. El mes que asistió a la escuela perdonaba algunas faltas de ortografía que en cambio antaño, cuando ella y sus hermanos eran pequeños, les provocaba risas. “Para Juana de su novio”, rezaba al final de aquel escrito con pueril poema que él le envió desde Santa Cruz de Tenerife. Corría el año 1945 y allí pasó dos años y medio largos cumpliendo con el Servicio Militar.

¡Cuántas batallas de aquella época les narraba a sus hijos, esa en la que comía gofio, papas arrugás y plátanos, muchos plátanos, fruta que pese a todo era la que más le gustó siempre, a pesar de que hubiera formado parte, en grandes cantidades, de su dieta diaria durante aquel largo período de su vida! Al menos los plátanos no tenían gusanos, como sí alguno de los platos de lentejas que le ponían.

Su madre le contó que aquella caja de caoba, que ahora sostenía en su regazo, pretendió ser el regalo que pusiese fin a un enfado, y que el día que su padre se la quiso dar, ella no le abrió la puerta. Él rogaba que le abriese, diciéndole que le traía una caja muy bonita- comprada con los ahorros que tanto le había costado reunir- y que no fuese tonta. Ella, en cambio, muy en su papel de mujer ofendida, le espetó que se fueran él y su caja, que no quería verlos a ninguno de los dos. Pero con lo que no contaba su tozuda madre es que a insistente no ganaba nadie a su padre, por lo que acabó ganando la batalla y años después aquella caja estaría en el hogar que formaron juntos.  Así eran ellos, simples y fuertes como aquella caja, enamorados sin algarabía como la pareja de la postal, educados en la supervivencia más que en vivir la vida, prácticos, asépticos- que no fríos-, con las demostraciones de amor en su alcoba y sin testigos, porque “estaba feo” hacer alarde en público. Así vivieron siempre, juntos, con un respeto mutuo, una admiración recíproca y un amor que hizo que la niña de la casa chica quisiese lo mismo para ella desde que tenía uso de razón.

Ella sigue con su búsqueda de objetos en las entrañas de aquella caja, y hojea fotos antiguas con nombres y fechas muy lejanos en el tiempo, aunque también aparecen, en extraña mezcolanza, cuentos que la niña escribió de pequeña y que mecanografió con aquella Olivetti de su amiga María José. Doce años tenía entonces, y después de cuarenta y cuatro, ver aquellas líneas con el título en rojo y grapadas unas a otras formando un pequeño librito, le provocaba una ternura infinita, algo así como cariño hacia aquella niña que fue y en la que ya no se reconoce.

Unas diminutas pulseras de Maternidad, tres en concreto, las de sus hijos, descansan en el fondo de la caja, junto a los resultados de una analítica del 90 donde puede leerse en mayúsculas “POSITIVO” y que en su día leyó por la calle con lágrimas de alegría, sin poder esperar a abrir el sobre al llegar a casa. A su lado otra prueba de embarazo, ésta más reciente, que aún conserva la raya roja vertical y que le anunció que su hija ya se estaba gestando en su interior.

Con recuerdos amontonándose en su memoria, sonrisas asomando en sus labios y una sensación de haber vivido unos años plenos, llenos de amor y emociones, con altibajos y miedos, con malas experiencias y maravillosos acontecimientos, volvió a cerrar la caja y la llevó a su lugar. Había anochecido y no se había dado cuenta, tan ensimismada como estaba en vaciar todo aquello para rememorar, para recordar, para que los años no quedaran en el olvido. Porque ella creía que nada se esfumaba en esta vida si había alguien para recordarlo. Y sus padres, su niñez, parte de su existencia, descansaban allí, en aquella caja de caoba que un día regaló su padre a su madre y que ahora guarda sus recuerdos para que algún día, quién sabe, sus hijos o sus nietos se sienten con ella en sus regazos y comiencen a hurgar en ellos con una sonrisa y un sentimiento de amor infinitos, el mismo que tenían escritos en sus ojos la pareja de enamorados de aquella postal antigua, la misma que en su día unió a unos padres que recordará toda su vida y cuyo cariño no podrían contener ni miles de cajas de caoba como aquella que preside la entrada de su hogar.

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