En la habitación sentía que el aire se le negaba. No le bastaba con abrir la ventana y sacar su cara fuera, el viento parecía querer huir ante su presencia, una extraña intentando aspirar fuerte y engullirlo.
No tenía compañera de habitación, lo que agradecía enormemente. Era duro para ella intentar guardar las distancias para preservar su intimidad. Días antes alguien durmió en la cama de al lado, y las visitas que recibió la molestaban profundamente. No le bastó con pedir a un auxiliar que cerrase el biombo entre ellas, su cama estaba al entrar y todos pasaban alegremente delante de ella. En consecuencia, tenía que mostrar una sonrisa y saludar a los inoportunos visitantes o hacerse la dormida para evitarlos. Ésto último es lo que solía hacer más a menudo. Nada de contacto visual, nada de saludos a extraños, malditas visitas que no iban por ella.
Nadie fue a visitarla, cosa bastante comprensible teniendo en cuenta que a nadie habló sobre su ingreso en el hospital. Ahora no podía quejarse por estar sola. Sabía que si llamaba a Clara y le contaba lo de su estancia forzosa tendría que oír sus reproches de hermana perfecta. Y Alicia tenía ya una edad en la que se negaba a aguantar consejos de los sabelotodo que pretendían vivir su vida por ella.
Su corazón le había dado un pequeño aviso de que algo no iba como debería ir. Aquel día se encontraba, como siempre desde hacía unos años, sola y tumbada en el sofá con la televisión puesta de fondo. En su regazo descansaba aquel gato que se adueñó una buena mañana de su casa y que la adoptó como su compañera de vida. Le relajaba aquel ronroneo gatuno mientras ella le acariciaba entre las orejas. Notó un entumecimiento en el brazo y un dolor en el pecho. Su pulso se aceleró por el miedo. Tomó rápidamente su chaqueta, se calzó unas zapatillas que nunca llegó a usar para sus pensados paseos y tomando el bolso y las llaves de casa se encaminó a la calle sin tan siquiera apagar el televisor.
Cerca de su casa había un Centro de Salud, iría a que la viesen, más que nada para que le dijeran que no era nada grave y la mandasen a casa con algún tranquilizante. Sería ansiedad, pensó. Se pasaría con un buen descanso.
Y ahora estaba allí, en la habitación de aquel hospital que odiaba, y sólo podía pensar en aquella gata callejera convertida en burguesa a fuerza de cariño y buenos alimentos. El animal era lo único bueno que le había pasado en los últimos cinco años. Se preguntaba si su vecina, a quien llamó para que fuese a atender a su peluda amiga, estaría haciendo bien su encargo. Al fin y al cabo, era una extraña, y ella le había confiado las llaves de su piso para que entrase a ponerle comida y agua a su pequeña compañera.
"Tienes que aprender a confiar más en la gente", se repetía a menudo. La soledad la estaba convirtiendo en una ermitaña, en una antisocial, según palabras textuales de su siempre acertada hermana.
Su hermana, otra vez ella, con su superioridad, con su vida de película rosa, con su perfecto marido y sus pluscuamperfectos hijos, la que de todo sabía, el ojito derecho de su mamá y la niña favorita de su papá. A veces, aunque no quería ni pensarlo por no caer en pecado, desearía haber sido hija única. Otras, en cambio, pasaba de su moral y sus creencias y lo deseaba con todas sus fuerzas. Nunca se llevaron bien del todo, nunca fueron las hermanas que se suponía debían de ser. No fueron cómplices, no llegaron nunca a ser amigas. Pasaron su infancia entre riñas y disputas. Alicia siempre perdía. Su hermana ganaba por puntos todas las batallas. Los "jueces" siempre estuvieron a favor de Clara, así que jugaba en desventaja.
Nadie fue a visitarla, cosa bastante comprensible teniendo en cuenta que a nadie habló sobre su ingreso en el hospital. Ahora no podía quejarse por estar sola. Sabía que si llamaba a Clara y le contaba lo de su estancia forzosa tendría que oír sus reproches de hermana perfecta. Y Alicia tenía ya una edad en la que se negaba a aguantar consejos de los sabelotodo que pretendían vivir su vida por ella.
Su corazón le había dado un pequeño aviso de que algo no iba como debería ir. Aquel día se encontraba, como siempre desde hacía unos años, sola y tumbada en el sofá con la televisión puesta de fondo. En su regazo descansaba aquel gato que se adueñó una buena mañana de su casa y que la adoptó como su compañera de vida. Le relajaba aquel ronroneo gatuno mientras ella le acariciaba entre las orejas. Notó un entumecimiento en el brazo y un dolor en el pecho. Su pulso se aceleró por el miedo. Tomó rápidamente su chaqueta, se calzó unas zapatillas que nunca llegó a usar para sus pensados paseos y tomando el bolso y las llaves de casa se encaminó a la calle sin tan siquiera apagar el televisor.
Cerca de su casa había un Centro de Salud, iría a que la viesen, más que nada para que le dijeran que no era nada grave y la mandasen a casa con algún tranquilizante. Sería ansiedad, pensó. Se pasaría con un buen descanso.
Y ahora estaba allí, en la habitación de aquel hospital que odiaba, y sólo podía pensar en aquella gata callejera convertida en burguesa a fuerza de cariño y buenos alimentos. El animal era lo único bueno que le había pasado en los últimos cinco años. Se preguntaba si su vecina, a quien llamó para que fuese a atender a su peluda amiga, estaría haciendo bien su encargo. Al fin y al cabo, era una extraña, y ella le había confiado las llaves de su piso para que entrase a ponerle comida y agua a su pequeña compañera.
"Tienes que aprender a confiar más en la gente", se repetía a menudo. La soledad la estaba convirtiendo en una ermitaña, en una antisocial, según palabras textuales de su siempre acertada hermana.
Su hermana, otra vez ella, con su superioridad, con su vida de película rosa, con su perfecto marido y sus pluscuamperfectos hijos, la que de todo sabía, el ojito derecho de su mamá y la niña favorita de su papá. A veces, aunque no quería ni pensarlo por no caer en pecado, desearía haber sido hija única. Otras, en cambio, pasaba de su moral y sus creencias y lo deseaba con todas sus fuerzas. Nunca se llevaron bien del todo, nunca fueron las hermanas que se suponía debían de ser. No fueron cómplices, no llegaron nunca a ser amigas. Pasaron su infancia entre riñas y disputas. Alicia siempre perdía. Su hermana ganaba por puntos todas las batallas. Los "jueces" siempre estuvieron a favor de Clara, así que jugaba en desventaja.
Tres días llevaba ingresada en aquel sitio. Tres interminables jornadas de pruebas que la sumían en una profunda tristeza. Nadie la esperaba en la habitación cuando ella volvía de aquellos chequeos, y aunque sabía que no había avisado de que estaba allí, siempre tenía la esperanza de que alguien, de alguna manera, se enterase y fuera a hacerle una visita.
La ecografía y el electro que le hicieron no evidenciaron ninguna lesión cardíaca, por lo que una tarde la visitó un psicólogo. No era hora en la que pasaran los médicos, por lo que se sorprendió de ver ante ella a aquel chico, que estaría haciendo su residencia, plantado a los pies de su cama.
Con unas artes que no dieron ni opción a su negativa, tomó asiento al lado de Alicia y comenzó a charlar con ella como si de un amigo se tratase. Y ella se dejó llevar, vomitando emociones, soltando todos los nudos que la aprisionaban. Al terminar la charla, miró el reloj, y comprobó que con aquel chico había pasado casi dos horas, más tiempo del que pasaba normalmente con nadie conocido. Se había despedido de ella con una gran sonrisa y apretando su mano con tal suavidad que sintió ronronear su corazón con el mismo sonido que su añorada gata.
A la mañana siguiente, en el recorrido de los médicos por las habitaciones, le dieron su diagnóstico. No se iba a morir, al menos en un futuro próximo. Una crisis de ansiedad le había provocado la taquicardia y el dolor en el pecho. "¡Ya lo sabía-pensó ella- vaya pérdida de tiempo!" Le daban el alta y unas pautas a seguir para que no volviese a ocurrirle otra vez un episodio como el que la llevó a su ingreso.
Había pasado una semana desde su alta y ya había visitado a un especialista en psicología, como le aconsejaron en el hospital. Las dos sesiones, contando con la de aquel chico que la desmontó por dentro y al que se abrió como nunca lo había hecho antes, le estaban valiendo para encauzar su vida por otro camino. Estaba al lado del teléfono, sentada, tomando aire y exhalando despacio, hasta que se decidió a descolgarlo. Marcó el número y esperó a escuchar aquella voz que tanto la había atormentado de niña.
-¿Sí? Dígame..
-Hola, Clara, soy yo, tu hermana
-Alicia, hola....¿Qué ocurre?... ¿Ha pasado algo?
-No, nada, no te preocupes..... Me preguntaba.... Si te apetecería tomar un café esta tarde conmigo....
Al otro lado de la línea se oyó un pequeño suspiro, y algo parecido a un sollozo aguantado.
-Claro que sí, hermana, dime hora y lugar y allí estaré, como siempre.
-Gracias, Clara. Una cosa....
-Dime.....
-Perdona a tu cabezota hermana. Sabes que te quiero aunque no te lo haya demostrado suficientemente. Nos vemos a las cinco en aquella cafetería donde solía llevarnos papá a comer merengues.
-No hay nada que perdonar, Alicia. Yo también te quiero. Luego hablamos, que tengo la impresión de que ese café se nos va a quedar corto. Hasta luego.
Y Clara tenía razón, como siempre, ya que aquella tarde se les hizo muy corta, y la noche las pilló en aquella cafetería, después de haber tomado un par de cafés cada una, unos merengues, y haber hablado de muchísimas cosas que tenían que aclarar. Ahora era Alicia la que sonreía de oreja a oreja. Estaba feliz, y por primera vez en mucho tiempo no pensaba que alguien era el culpable de cómo se sentía. Toda la amargura que había ido acumulando en aquellos cinco años que hacía desde que la abandonaron por otra, la subió en su día
a las espaldas del mundo, cuando ella debería haberla arrojado fuera y haber empezado una nueva vida sin ningún lastre que la detuviese. Su hermana no era tan entrometida como se imaginaba. Y se dio cuenta de ello cuando estuvo en aquel hospital, con la única compañía de aquel cuadro de flores y las únicas visitas de aquellos médicos y enfermeros que la habían atendido. ¡Cuánto la había echado de menos!
a las espaldas del mundo, cuando ella debería haberla arrojado fuera y haber empezado una nueva vida sin ningún lastre que la detuviese. Su hermana no era tan entrometida como se imaginaba. Y se dio cuenta de ello cuando estuvo en aquel hospital, con la única compañía de aquel cuadro de flores y las únicas visitas de aquellos médicos y enfermeros que la habían atendido. ¡Cuánto la había echado de menos!
Mientras, en su piso, la gata que acogió lamía sus patas y se acurrucaba en los cojines del sofá. Ajena al tiempo que llevaba sola, se acurrucó en el cojín y cerró los ojos. Ya volvería la humana. Siempre lo hacía. Y ronroneó antes de rendirse al sueño.
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