Llegas a una edad en la que no te apetece “comer mierda” (con perdón). Esto es lo que resume mi estado actual, y al decírselo esta mañana a una conocida que me ha preguntado cómo me iban las cosas, es cuando me he dado cuenta de la realidad.
Cuando tienes 20 años, te comes el mundo con patatas, y todo te viene bien, el hambre provee de buenas tragaderas. Al llegar a los 30, el apetito empieza a decaer, y te empiezas a cuestionar si todo lo que aguantas será bueno para tu estómago, pero sigues teniendo ganas de estar ahí, y sigues engullendo. Llegas a los 40, y te das cuenta que mucho por lo que has pasado no te ha hecho nada bien, pues tu salud física y mental se ha debilitado y están empezando a aparecer en tu conciencia unos temidos michelines que antes no veías.
Entonces llega el momento en que te presentan la carta en el restaurante de la vida, en tu trabajo, y al pedir una mejor guarnición, la que viene en el menú anunciado y no las consabidas patatas,( que te están dando aspecto de escarabajo), el maître te dice educadamente que no, tú no tienes derecho a ningún otro acompañamiento, o te comes el plato con patatas o vete a otro comedor.
Te vas, decepcionado del trato recibido después de tantos años de asiduo visitante, y aquel maître que te negó tu guarnición, se encarga de decir a todos los comensales que preguntan por ti (te echan de menos en la mesa que has ocupado durante ocho años) que ya no quieres comer allí, o que estás enfermo y ya no vas a volver al restaurante.
Y saben una cosa, he pasado unos meses malos, con mucho apetito, con ansiedad por no poder acceder a aquel plato servido con patatas, pero cada vez me estoy dando cuenta de que necesito mucho menos la comida que antes. Hay cosas en este mundo que me pueden llenar mucho más que un trabajo, como la sonrisa de mi hija, su necesidad continua de atención, esa atención que le he negado durante casi cuatro años por haber estado fuera de su vida, en suma, vivir su vida y ayudarla a vivir, que no es trabajo fácil para nadie. Las patatas ahora me las como en casa, alguna vez que otra, cocinadas de diversas formas, y aunque nadie me paga por ellas, a mí me sientan mejor que aquellas otras.
Espero que aquel maître encuentre pronto otro comensal tan fiel como yo lo fui, pero también deseo que acabe la necesidad de comer de tanta gente, para que cuando nos ofrezcan un triste filete a cambio de nuestro dinero, les exijamos una guarnición decente, que como dije al principio de este texto culinario, ya está bien de comer bazofia al precio de comida de autor, ya está bien de tanto engaño y tanto robo por parte de empresarios sin escrúpulos, ya está bien de escudarse en crisis y zarandajas, el que roba cuando gana roba el doble cuando gana menos.
Y aquí estoy, delante del teclado, pensando al mismo tiempo en qué voy a preparar para comer, porque siempre me ocurre lo mismo, después de despotricar, tengo un apetito feroz. ¿A ustedes no les pasa?.
Mira, tanto hablar de ellas… hace tiempo que no preparo unas patatitas con costilla y pollo, y no es por tirarme flores, bueno, sí, para qué vamos a engañarnos, pues eso, que me salen riquísimas, ¡qué narices!.
¡BUEN PROVECHO!
Mª del Carmen Germán Máximo
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