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Los sueños de la niña de la casa chica

La niña de la casa chica soñaba despierta. Soñaba con cumplir dieciséis años, vete a saber porqué, pero ella quería llegar a esa edad, la mejor edad según su filosofía de vida.
Sentada en el umbral de entrada a su pequeña casa, al fresco de la noche de aquel verano, miraba las estrellas, buscando El Carro que su padre le había enseñado a identificar, siguiendo El Camino de Santiago y pensando e imaginando dónde acabaría.
El día había sido largo. Pronto llegarían las vecinas para sentarse a la puerta con sus padres. Dentro de nada su soledad se vería interrumpida, y con aquella interrupción se acabarían sus divagaciones, porque con aquella algarabía era imposible soñar, y menos, despierta.
Sería escritora, definitivamente, estaba decidido. Contaría historias, como aquellas que leía en aquel libro gordo de su hermano mayor, aquel con tan bellas ilustraciones. Sí, éso haría, dedicarse a inventar vidas, y así la suya sería un poco mejor.
El primer sueldo lo emplearía en una habitación para ella sola, una cama grande donde poder estirarse, algo imposible en aquel sofá cama que albergaba su cuerpecino todas las noches. La habitación tendría grandes estanterías para poner libros, muchos libros, historias para evadirse del mundo, hechos o narraciones que la llevasen al lecho agotada y llena de vidas con las que soñar.
La niña de la casa chica siempre deseó vivir en una casona. Se imaginaba rondando por las grandes habitaciones, soñaba y pedía que al menos una de ellas estuviera cubierta de volúmenes desde el suelo hasta el techo, con un sillón cómodo, una lamparita al lado, y una ventana con vistas al jardín para poder descansar sus ojos entre tanto relato. El jardín sería magnífico, como todo lo que puede albergar la imaginación de una niña, y hasta podía oler sus flores cuando lo soñaba. Las rosas trepadoras formarían un arco, como los que atraviesan las princesas en sus bodas con los príncipes azules, y los árboles de mimosas llenarían con su fragancia y sus ramilletes amarillos todo el fondo, que podría ver desde la ventana de su espléndida biblioteca......
La voz chillona de la vecina de al lado hizo bajar de golpe a la niña a su mundo real, a su umbral alto, al fresquito de la noche, a sus ocho años y a su pequeña casa.
¡Qué poco duran los sueños!.....
Cumplió los dieciséis, y nada había cambiado. El jardín, la biblioteca, el gran dormitorio, nada de esto lo había conseguido aún, ¡y ya habían pasado ocho años!!!!!. 
La noche era igual de calurosa que la de aquel año, hacía ya siglos. Las amigas la dejaron en la puerta de su casa, de su pequeña pero acogedora casa, y se sentó en el umbral, al lado de su madre, al lado de su padre, y se puso a escuchar atenta las conversaciones de las vecinas, y rió a carcajadas con las ocurrencias de la "siña" María, que siempre la hacía sonreír con sus ocurrencias y su forma de hablar, y así, riéndose , alzó sus ojos al firmamento, cuajado de estrellas como todos los veranos, y divisó El Carro, y encontró El Camino de Santiago, y vio que , como sus sueños e ilusiones, ellos también seguían allí, en lo alto, y se prometió a sí misma que no dejaría de desear, y que por mucho malo que le aguardase en la vida, siempre tendría un lugar donde alzar la mirada, cerrar los ojos, y soñar.........Aunque estuviese despierta.


 

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