Partió de madrugada, al abrigo de la noche, con algo de comida en un atillo y mucho miedo en el corazón. Atrás dejaba a su familia, su mujer, María, y sus hijos Carmen, Josefa, Juana, Isabel, Pedro y Antonio. Sus hijos, a los que quizás no volvería a ver, su esposa, a la que con total seguridad nunca más volvería a abrazar.
Marchó a buen paso, intentando huir de un delator, de un seguro paseíllo al cementerio, de un chivatazo de un mal nacido que le había arruinado la vida.
El nunca fue activista, su voz nunca se alzó contra nadie, su espalda nunca se irguió sino para descansar del duro trabajo. Aun así, alguien le odiaba. Aun así, algún mal hombre decidió que no merecía vivir y lo señaló como rojo.
Ahora huía, intentaba escapar de la locura en la que se había convertido su pueblo.
Muchos habían caído, a algunos los habían encarcelado, a otros fusilado, a muchas rapado y paseado por la plaza para escarmiento de las demás. A él le avisaron, e intentó alejarse todo lo posible para no comprometer a su familia, su única posesión en este mundo.
Huyó.
Caminó y caminó, mas no le sirvió de nada tanto esfuerzo, pues en Sevilla fue apresado. En una cárcel improvisada terminó su vida, una vida dedicada exclusivamente al trabajo, una existencia truncada por los vencedores, una vida segada como la mala hierba en un campo listo para la cosecha. Y esa cosecha se empapó de sangre, esos futos fueron regados con lágrimas y lamentos de madres, esposas e hijos, como las que derramarían los suyos al saber de su muerte.
María se encontró sola, viuda de un rojo, con seis hijos y ni un solo real para poder subsistir. Los cardillos, buscados al amanecer para luego venderlos, limpios y lustrosos, la ropa para lavar de las Colonias, donde presos como su marido malvivían dedicando sus últimas fuerzas a la excavación del Canal de Montijo, obra que abastecería de agua muchas tierras de las Vegas Bajas......Estas labores fueron ayudando a la familia, y con esos pocos dineros consiguieron mantenerse vivos, aunque sus hijos fuesen obligados a cambiar la escuela por el trabajo, pagado con el sustento diario de la comida y una cama, además de unas pocas perras.
Así fue la vida de mis abuelos, de mi madre, obligada con ocho años a cuidar de cuatro niños ricos que podían pasar por sus hermanos, con la salvedad de que ellos dormían en sus cómodas camas y a ella la dejaban en un cuartito del patio, cerca del pozo, muerta de miedo y agradecida al mismo tiempo por tener tres comidas al día que llevarse a la boca.
Mi abuelo sigue allí, en Sevilla, en alguna fosa, sin entierro, sin lápida, sin nadie que le lleve un ramo de flores. Aquí quedaron algunas fotos, muchos recuerdos, y un nombre, Pedro Máximo, hijo de Justo, o Pedro Justo, como ya le llamaban, adjudicándole el nombre del padre como su segundo nombre, una persona pequeña de estatura, trabajador y valiente, que no callaba cuando algo le repugnaba, pero que dejaba vivir, algo que a él le negaron unos asesinos.
¡Qué bonito, Mamen!...he leído varias entradas porque hacía mucho que no venía. Escribes muy bien, pero que muy bien. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Paqui. Un abrazo.
ResponderEliminarQué bonito, no sabía yo esta historia de los abuelos. Algún día me tienes que contar más historias de estas con un cafelino.
ResponderEliminarGracias Lupe. Poco queda de todo aquello por desgracia, pero los recuerdos que heredé de tu abuela, aun siendo escasos, los compartiré contigo cuando quieras.
ResponderEliminar