Corrihuela llenaba los cordeles con huevos vacíos. Parecía la Plaza del pueblo engalanada por ferias.
Allí, en el patio, en aquel abrevadero de mulas ya en desuso para tal fin, ponía a remojo los altramuces con agua limpia del pozo.
Al lado de su casa, en una pequeña habitación, compartía zapatería con su hermano José, vecino de enfrente.
Aquél pequeño habitáculo olía a cuero y a betún.
En las paredes con techo bajo colgaban decenas de hormas de madera. Al lado de las pequeñas sillas de anea que usaban los hermanos para el trabajo se hallaban desparramadas las agujas curvas, el cerote y los cabos para coser.
Ellos eran la antítesis uno del otro. José era regordete y más bien bajo. Gabriel era alto y delgado, lo que le valió el mote de Corrihuela por ser "alto y seguío" igual que la hierba con ese nombre, tal como le explicó su padre una de las veces que la niña le preguntó.
Les prohibieron que entrasen a casa de Gabriel. Mataba gatos y los cocinaba. No era buena persona, decían a los niños.
Ella, la niña de la casa chica, recordaba una vez cómo su padre fue lleno de rabia a recriminarle que le mataba sus gatos. Si no hubiese sido por María, la mujer que lo cuidaba, Gabriel hubiese probado los puños iracundos de Diego.
Aun así, con esa prohibición en su cabeza, alguna vez entró en aquel gran patio con sus hermanos para ver aquel espectáculo colgante que eran los cascarones vacíos en los cordeles. También se acercó al pilón y pudo ver cómo se hinchaban los altramuces. Y Gabriel les daba un puñado de aquella ricura en sus pequeñas manos.
La madre le agradecía el gesto, pero seguía guardando las distancias. Alguien que mataba gatos no podía ser de fiar, les decía.
El "siño" José les arreglaba las suelas de sus zapatos. Él siempre lució unas sandalias de fabricación propia, las mismas que usaba Gabriel, iguales que las que siempre usó Isabel, la mujer de José.
-Pisas muy fuerte, Mª Carmen, por éso rompes las suelas- Le decía a la niña cuando le llevaba sus zapatos. ¿Y cómo debería andar?...pensaba ella.
¡Cuántas veces salió José, enfadado, a echar a los niños de la Calleja porque daban balonazos en su fachada! -¡Me váis a romper la pared! - Y los niños corrían calle abajo en dirección al Pozo del Valle o subían entre risas para la calle Piñuela.
A la niña de la casa chica le gustaba, cuando muy pequeña, sentarse en el umbral bajo de la zapatería y observar cómo el zapatero daba cerote al cabo, enhebraba la aguja y se disponía a coser alguna bota descosida. Miraba la destreza en aquellas manos y se dejaba envolver por aquellos olores y aquella calma con que se hacían entonces los trabajos.
Algún balón de cuero cosían también, aun siendo el mismo que después golpearía la blanca fachada de su casa.
Ahora, cuando la niña vuelve la vista atrás, aún puede recordar aquellos días de verano, por vacaciones, cuando las horas eran eternas y se acercaba un ratíno a saludar al "siño" José. Se sentaba en aquel umbral a observar. Y también recordaba cómo la miraba de reojo su hermano, temeroso de hablar siquiera con la niña no fuera que viniese su padre y no tuviera nadie con quien parapetarse para no ser golpeado. Y la niña lo miraba igual y recordaba a sus gatos desaparecidos: Rodolfo, Guillermina, Mateo...... Y se levantaba, decía adiós a José y entraba en la casa chica, que daba pared con pared con la zapatería.
¿Qué vamos a comer, mama?
Mientras, se escuchaba el martillo sobre aquel pequeño yunque. Estaban poniendo clavos a una bota. Seguramente pertenecería a alguien que también pisaba fuerte.
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