Doña Amalia la hizo ir a su casa durante algunos días. La dejaban allí, en medio de la sala, de pie y sin ofrecerle una silla. Aquella, junto a sus amigas, tomaba café con dulces y observaba entre risas a Juana.
-Dinos el Padre Nuestro- le pedían entre guiños maliciosos
-Y ahora la Salve y el Credo- le solicitaban.
Y Juana respondía porque se sabía las oraciones básicas.
Iba a casarse y debía demostrar a aquellas pías señoras que era creyente y que aun cuando sólo estuvo una semana en la escuela había aprendido a rezar como era debido.
Años después me contó, ella que no podía callarse ante las injusticias, que esos días fueron un suplicio y que de buena gana las hubiese mandado a todas a la puñetera mierda. Pero además de creyente mi madre era educada.
Mi padre en cambio no tuvo que demostrarle a nadie si creía o no antes de pasar por la Vicaría. Él era hombre y su único cometido en la vida era trabajar. Mi madre, en cambio, sería la persona que guiase a sus hijos por el buen camino cristiano. Para éso tenía que saber rezar. Para éso tuvo que humillarse ante aquellas señoronas del pueblo. Todo para "darnos una buena educación católica".
Pero ella no necesitaba de rezos para ser buena persona. Y sí, era creyente a pesar de todo.
Ella, que vivió la Guerra con tan sólo trece años, que con ocho ya era niñera de cuatro niños y dormía en casa de ellos en una habitación del patio, cerca de aquel pozo que tanto miedo le daba cuando anochecía, ella, Juana, nunca dejó de creer en Dios y en su Virgen del Carmen.
No le faltaron motivos para pensar que el Creador era injusto y sin embargo nunca dejó de dar gracias por lo que tenía. Nunca he visto una fe más absoluta en alguien a quien no le han regalado nada.
De ella aprendí sus rezos, sus canciones al vestirme y al acostarme y su convicción de que todo saldría bien.
Siempre fue positiva y luchadora a pesar de todo. Y no gracias a la fe, a la religión o a aquellas señoras que querían asegurarse de que iba a ser una buena esposa católica. Ella era así porque la parieron y la moldearon de esa manera. Mataron a su padre y sin embargo todos siguieron adelante: Sus cinco hermanos, su madre y ella. Era luchadora y llegó a plantar cara incluso a la autoridad de la época franquista cuando le tocaron a los suyos, a su familia, a los que más quería, aun jugándose el ser encerrada. Era fuerte y buena porque parió a seis hijos y nos educó para que fuésemos personas de bien; nos alimentó y nos vistió aun privándose ella de casi todo. Era así porque en un mundo de hombres Juana tenía más huevos que muchos. Y nunca necesitó de oir misas para ser cristiana.
Tenía treinta años cuando se casó con mi padre. Y esos días la hicieron sentirse como una niña angustiada temerosa de que no le diesen permiso para casarse. Por éso siempre me habló de aquello con disgusto, con un poquito de vergüenza porque entonces tuvo que agachar la cabeza. Y ella odiaba agacharla ante nadie. Sólo lo hacía en casa, a solas, cuando algo pasaba y la oía en su habitación pidiéndole a su Virgencita del Carmen. Ante Ella sí se inclinaba.
Y ahora recuerdo cuando después de bañarme, mientras me ponía la muda limpia, recitaba: "Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar y la Pura y limpia Concepción de María Santísima".
Y se me han olvidado tantas que igual aquellas señoras se revolverían en sus tumbas de enterarse.
Pero no, dejemos a los muertos descansar en paz y que sus almas hayan encontrado tanta recompensa como bien hiciesen en este mundo. Es lo único que les deseo a aquellas damas de la burguesía de mi pueblo que pensaron que eran más que Juana simplemente porque ellas tomaban café con pasteles todas las tardes y se golpeaban el pecho todos los domingos y fiestas de guardar.
Juana era grande, muy grande, tan grande que a pesar de aquellas reuniones e interrogatorios nunca perdió su fe en que algo enorme se hallaba detrás de toda la parafernalia e hipocresía de algunos llamados "fieles creyentes".
Y una imagen de su Virgen del Carmen corona su lápida, la que comparte con Diego, su marido, mi padre, un buen cristiano que tampoco iba a Misa pero que sabía rezar.
Juntos estarán arriba, donde sólo pueden ir los buenos. Dios no pregunta el Catecismo.
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