Él hacía siglos que había llegado a casa. Se ponía cómodo e iba a la cocina con la esperanza de que esa noche ella llegase a tiempo para disfrutar de una charla mientras cenaban. Su trabajo no era para nada satisfactorio. Deseaba contarle tantas cosas....En cambio el sueño le vencía velada tras velada, con la mesa puesta y la cena para recalentar, las palabras por decir y sus manos vacías de ella.
En un principio, los fines de semana fueron sus oasis, sus horas juntos, sus noches eternas y los desayunos que se alargaban en el tiempo. Después, ni de esas horas disponían. Los trabajos que ella debía entregar el domingo, los informes ineludibles para el lunes, las llamadas intempestivas de los jefes pidiéndole que hiciese las maletas para ir a éste o a aquel Congreso, cortaban de raíz planes hechos con tiempo e ilusión.
No se veían apenas, no hablaban, ya no reían, no soñaban planeando escapadas juntos. El tedio, la rutina y el desaliento se había instalado entre ellos como una barrera invisible y al mismo tiempo infranqueable.
Esa noche, en cambio, algo había sucedido en el trabajo que a ella la había decidido. Aquellas horas extras que la habían retenido en la oficina cuando todo el mundo se había marchado a casa, la habían hecho reflexionar sobre sus vidas, sobre su futuro, y sobre todo la había hecho pensar en su presente. Tenían más de treinta años y lo único que habían conseguido era dinero. Un dinero que no les servía para nada, porque no lo disfrutaban como en su día, hacía una década, planearon.
Se habían perdido por el camino tantas cosas que se les había agriado el carácter. Noche tras noche se daban la espalda y dormían, agotados por sus respectivos empleos, sin tiempo para caricias ni susurros en la madrugada. Eran dos extraños compartiendo piso. Y ella no quería perderlo.
Caminaba decidida hacia su casa, con la esperanza de que él siguiera despierto. Tenía tanto que decirle.....
Llegó por fin al edificio, tomó el ascensor y fue sacando las llaves de su bolso. Abrió la puerta y allí estaba él, dormido en el sofá con la tele encendida. La mesa estaba puesta, las copas vacías y la cena en la cocina al lado del microondas. Se acercó a él, le pasó los dedos por su mejilla y susurró su nombre al oído. Él abrió los ojos y la miró con dulzura. Ella se arrodilló junto a él y le explicó que esa sería la última noche que llegara tarde. Había enviado un correo a sus jefes donde se despedía de la empresa.
Y cogiéndole la cara entre sus manos le dijo que él era su empresa, su presente y su futuro, y que no había dinero en el mundo capaz de pagar todo lo que había vivido a su lado.
Esa noche recuperaron tanto a cambio de tan poco, que no le importó en absoluto saber que al día siguiente debería buscarse otra manera de ganarse la vida. Total, su vida era él. Y nada más aparte de su relación merecía la pena.
¡Que les den!, dijeron al unísono; y sus risas se escucharon en la fría noche de invierno, resonando en cada rincón de aquella desierta calle. Y no se dieron la espalda.
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