Cuando las palabras faltan, cuando es difícil explicar los sentimientos, ese rectángulo en blanco se vuelve infinito. Otras veces, sin embargo, los caracteres fluyen de sus dedos al mismo tiempo que su alma se desnuda de la timidez que produce el darse entera, sin filtros ni cortes.
El blog que escribe la ayuda contra su pudor extremo a exteriorizar los sentimientos. Nadie le enseñó a expresar cuánto o qué sentía. Su aprendizaje se lo dieron los años de silencio, sus ganas de gritar cuando permaneció callada. Nadie le preguntó entonces por sus temores, por sus miedos, por sus anhelos, y al encontrar ese rincón apacible que le ofrecía la posibilidad de sincerarse, aunque fuese con historias fingidas, se sintió como un náufrago que se agarra a una madera en la deriva. Esa madera fue su salvación muchas veces, el salvavidas que utilizaba cuando no podía llegar por sí sola a la costa. Su terapia particular.
Cuando era pequeña, la niña de la casa chica escribía novelas con final feliz. Las mecanografiaba y encuadernaba con grapas. Esas historias ñoñas la hacían volar tanto como los libros que caían en sus manos. En cada línea, en cada párrafo, la niña vertía su gran imaginación. Era feliz con tan poca cosa que sus historias, si hubiesen tenido color, estarían teñidas de rosa. Los años fueron ensombreciendo ese color hasta convertirlo en negro. Y entonces no tenía oportunidad de viajar a través de sus líneas. Estuvo encerrada varios años en una persona en la que no se reconocía . Su esencia se había difuminado tras muchas amarguras, y ya no tenía su diario azul para escribir lo que no podía decir de viva voz. Fueron años con una máscara continua que tapaba su desdicha disfrazándola de sonrisa eterna.
Ahora no necesitaba un diario, pues tenía a un gran amigo y compañero de vida a quien hacía partícipe de sus sentimientos. Con él conoció a alguien que por primera vez en muchos años sabía escucharla aunque no hablase. Él era su confidente, su gran amor, la persona que bien podría haber figurado como protagonista en alguna de aquellas historias rosas de su infancia. Sólo que él no era azul como los príncipes de cuento, ni se enamoró perdidamente de ella sólo con verla por primera vez. Él era de verdad, de carne y hueso, con defectos y virtudes, con su personalidad arrolladora y su enorme capacidad para amarla como era, con más defectos que virtudes, con ese genio que podía arrollar todo lo que se pusiera por delante y su facilidad para bajar el tono y pedir perdón cuando se sabía extralimitada.
Por todo eso, o a pesar de eso, él la quería, y ella adoraba cada parte de ese hombre que la había rescatado de ese color negro de antaño y había vuelto a llenar de colores su vida.
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