Llovía a cántaros esa tarde de invierno. Tras la pequeña ventana, la niña de la casa chica miraba los charcos que se habían formado en la calle. Mañana, si no llueve- pensó- podremos salir a jugar con las "pinchotas", el barro colorao es muy bueno para que se clave el hierro.
Adentro de la casa, en aquella cocina que olía a carbón, su madre pelaba patatas a gallo para freírlas después en el perol. Sería la cena para todos, con unos huevos fritos de los que a ellos le gustaban, perfectos, sin puntillas, con la clara firme y la yema blandita para mojar el pan.
Su padre se había venido del trabajo, poco se podía hacer en los tejados cuando el agua caía con tantas ganas. El era albañil, como casi todos los hombres que la niña conocía.
Sus hermanos no estaban, seguramente jugaban con los amigos en sus casas, o quizás no, ya lo averiguarían cuando llegase el momento en que las tripas rugiesen y volvieran para cenar. Si traían el flequillo mojado y las ropas empapadas, se iban a tragar una buena, pensó la niña, que aún miraba tras los cristales.
Su madre tenía la radio puesta. A ella no le molestaba el ruido de ese aparato mientras hacía sus deberes, al contrario, era como un soniquete que no entorpecía para nada sus tareas.
En esos momentos hablaba una señora, una tal Elena Francis, que a todos los que le escribían, la mayoría mujeres, trataba como sus "queridas amigas".......Y la niña pensaba en cómo se puede querer a alguien que ni tan siquiera se conoce.....
Hacía mucho tiempo ya que su pan con chocolate había bajado a su estómago, y sólo con pensar en las patatitas que prepararía su madre la boca se le hacía agua.
Mañana tendría clase, debía terminar de hacer lo que le había mandado don Nemesio; este viejo maestro quería mucho a la niña. Ella lo "adoptó" como su abuelo, porque era lo que parecía, un viejino de los que vas a visitar, les das dos besos y te sientas en su regazo. Don Nemesio era un gran maestro, pero ante todo, era una gran persona. Este hombre, al que el párkinson obligaba a mover la cabeza en un continuo vaivén, querido por todos (aunque los más díscolos se burlasen de su enfermedad) era amigo a su vez del verdadero abuelo de la niña, su abuelo Juan, el padre de su padre, el único al que llegó a conocer. Años después, su madre, le hablaría de Pedro el de Justo, su abuelo materno, que moriría nada más empezar la guerra en una cárcel de Sevilla.
La niña dejó de mirar por la ventana y volvió la vista a su libreta de cuadritos, ya era hora de dejar de divagar, tenía que terminar su trabajo antes de que se oliese el aceite caliente, o su madre vendría y la obligaría a recoger todo para poner la mesa.
Ya estaba hecho. Tareas terminadas, libros recogidos, cartera cerrada y mesa despejada, su madre podría ya venir a poner el hule que no encontraría nada de la escuela por el medio.
La puerta se ha abierto de golpe. Sus hermanos vienen a la carrera, entre risas y empujones, y como la niña se temía, mojados........ Fueron en tropel a secarse un poco antes de ser inspeccionados por su madre, después de lo cual se sentaron al brasero, echándose las enaguas por encima para secar un poco su húmeda ropa.
La madre llegó con el hule enrollado en el palo, para que no se doblara y rompiera y así durase más tiempo, y lo desplegó sobre la mesa camilla.
-Mari, ayúdame a poner la mesa........
Y así, entre risas y codazos, olor a ropa mojada calentándose, patatas friéndose en el perol, huevos haciéndose a fuego lento bien cuajaditos, su padre sentado a la mesa con el vasito de vino y "el parte" que empezaba a sonar en la radio, fue pasando aquella lluviosa tarde en la casa chica, donde la niña crecía casi sin darse cuenta, donde las horas se vivían intensamente, donde no faltaba algo a la mesa cada día, donde, en suma, la lluvia no llegaba y se quedaba tras los cristales, empapando la tierra para hacer el barro colorao.
-Mañana jugaré con mis hermanos a la pinchota.......-
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