Las aguas engulleron a sus compañeros de travesía. La angustia les oprime el corazón cuando son recogidos, supervivientes de un largo trayecto cuyo punto de partida fue la miseria y que ahora acaba, por fin, con el abrazo de una cálida manta. Niños pequeños, entre uno y cuatro años, han muerto. Mujeres y hombres, agotados, son incapaces de articular palabra. Han aguantado el viaje, han tenido suerte. Ellos creen haber llegado a Jauja, y en cambio, en unos días serán repatriados al lugar de donde salieron.
El grupo de los poderosos ha dicho, entre bromas y sonrisas, que se corta el grifo al Africa subdesarrollado y a otros países pobres de solemnidad. Las cuentas no salen y hay que seguir llevando el lujoso tren de vida que llevan.
No a las cancelaciones de deudas, no a la vida, sí al exterminio. Millones de seres humanos seguirán muriendo bajo la pasividad de los grandes, que llenarán sus barrigas y sus bolsillos y dormirán felices en sus mullidas camas.
Esto es indigno. Me avergüenzo a veces de pertenecer al género humano. Recogemos a alguien que cae a un precipicio, tendiéndoles la mano, y cuando se cree a salvo le damos un empujón para que caiga.
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